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Alfonso había llegado al
límite, tras veinte años de profesión. Se estaba planteando dejar su oficio, de
Funerario (se encargaba de la recogida de cadáveres). Tenía previsto abrir un
Restaurante. A lo largo de los veinte años dedicándose a los “muertos”, había
visto de todo, accidentes de tráfico, arrollamientos ferroviarios, homicidios,
suicidios, ahogados, Quemados….El lugar más extraño donde recogió un fiambre ,
fue en una lavandería, el cuerpo se encontraba dando vueltas dentro de una
secadora “centrifugando”. Lo peor de este oficio, es la recogida del cadáver de
un niño, o cuando el cadáver es algún conocido, familiar, etc.… En este último
caso, el servicio lo ejecuta otro compañero. Incluso sin conocerlo, a veces te
afecta como algo personal, llegando a tener pesadillas.
Una noche, Alfonso recibe
la llamada a su teléfono de trabajo, a
las tres de la madrugada. Tiene que desplazarse a un pueblo de Cuenca. La
dirección que le dio su jefe, en el cementerio del pueblo. Hacia una noche de
perros, frío y niebla, el viento soplaba del noroeste, los árboles del
cementerio parecía que se iban a
tronchar. En el lugar se encontraba un coche patrulla de la Guardia Civil , un vehículo de
la Policía científica y el sacerdote. El cadáver se hallaba tumbado boca arriba
encima de una lapidas, presentaba signos de tortura a simple vista, además de
haber sido degollado. Este tenía los ojos abiertos, su expresión de la cara,
todo un poema, en su rostro se reflejaba terror y sufrimiento. La atmósfera del lugar, ayudaba
a que el escenario del crimen fuese más tétrico. Era un individuo con ropa y zapatos caros, llevaba un reloj
Rolex, la cartera repleta de billetes de cien euros, era evidente que el Móvil
del homicidio no era el robo. Estaban a la espera del forense para el
levantamiento del cadáver, de allí al
anatómico.